La construcción de la conciencia en el ser humano se nos aparece, al menos en el terreno de lo inmediato, como un producto típico del desarrollo del individuo. Parece surgir y desarrollarse como resultado de las múltiples interacciones que establece el sujeto con su entorno social y natural sobre el cual actúa y condiciona. La conciencia se expone así como una conquista colectiva de la humanidad. Sin embargo, cuando se introduce la conciencia como categoría en el estudio del desarrollo biológico se observa en la naturaleza el desarrollo de relaciones interactivas que surgen y se complejizan hasta alcanzar diversas formas de sociabilidad. Estas relaciones aparecen como mucho más vivas que el sujeto al cual da forma, el cual ahora parece ser más bien un nudo en una trama que se expresa a través de la vida de los individuos que relaciona.
Tomemos en primer lugar al caracol de jardín. En ciertos horarios del día suelen ubicarse de a decenas o centenas en el flanco sombrío de los árboles donde encuentran mayor humedad. Parece como si se hubieran reunido para encontrar un reparo defensivo en la protección que ofrece el grupo. Sin embargo, los caracoles no son capaces de actuar de esta forma. Sus órganos de la visión no pueden distinguir formas más allá de unos pocos centímetros y su sistema olfativo apenas lo supera en unas pocas decenas de centímetros. Los caracoles se ubican en el mismo árbol y sin embargo es probable que no sean conscientes de la presencia del grupo. La coincidencia en el lugar buscado está determinada por las condiciones de adaptación del animal a su entorno. Las altas temperaturas que alcanzan los suelos en verano obligan al gasterópodo a trasladarse hasta las ramas en altura buscando humedad que absorber para hidratar sus sistemas vitales. Los organismos animales que aparecen en oposición al caracol no atienden al comportamiento individual del individuo sino a su movimiento gregario. Cualquier insecto que encuentre un agrupamiento de caracoles optará por atacar un ejemplar aislado mucho más fácil de derrotar.
De tal forma un acto individual, que por razones externas al mismo adquiere un carácter colectivo acaba por convertirse en un mecanismo de supervivencia de la especie. Si la tierra permaneciera lo suficientemente húmeda para que el animal pueda desplazarse por ella, entonces él mismo no acudiría a estos espacios colectivos y probablemente la tasa poblacional en interacción con otras especies se reduciría. Algo similar ocurre con otros especímenes animales aún más desarrollados. La necesidad de la cooperación en los animales con capacidades sociales surge de esa relación entre el animal con su entorno. La actividad encefálica crece con el desarrollo de los sentidos sensoriales y de los sentidos sociales. Los atributos emergentes de este yo colectivo se constituyen a partir de las formas de sociabilidad que entabla la especie entre sí a partir de su actividad individual con el entorno.
También podemos señalar el comportamiento complejo de las hormigas. Recordemos los laberínticos túneles que excavan bajo tierra para conectar los recintos de cultivos de hongos con los cuales alimentarán a la colonia. Los respiradores están construidos para que los gases de estas cámaras emerjan a la superficie. La sala de la mal llamada reina, donde una hormiga seleccionada ejerce funciones meramente reproductivas en pos de todo el grupo. Los senderos que desarrollan las exploradoras en la superficie con su compleja división social del trabajo. Las exploradoras, las cortadoras de tallos grandes, las cortadoras de tallos pequeños. Pero también las hormigas que deben recolectar la resina de los árboles para que sirva a la colonia a modo de agente biótico. Es que al momento de regresar al hormiguero las hormigas introducen su cuerpo en esta sustancia para neutralizar cualquier bacteria o agente extraño que pudiera ingresar a la colonia. Por último también encontramos hormigas especializadas en buscar nuevos territorios para nuevas colonias. En ninguna de estas hormigas su actividad parece alcanzar jamás una forma consciente de sí misma.
Ninguna función social productiva es establecida a partir de una interacción recíproca de voluntades. En todo caso, prima la adaptación y la determinación sistematizada. No hay decisión. No existe voluntad en estos estadios biológicos, o al menos no se ha podido comprobar su existencia. La simplicidad de la forma organizativa de los caracoles en la cual se hace manifiesta una actividad social aun en estado inconsciente demuestra el estadio en el que se desarrolla la actividad social en la vida animal. Antes de ser conscientes los animales ya despliegan formas de sociabilidad. De esta conciencia social a través de un largo proceso evolutivo emerge la especie humana como animal social consciente de su sociabilidad. El ser humano es el animal social consciente que ha desarrollado una consciencia individual de su sociabilidad y que logra expresarse a sí misma.
La observación de ciertos mamíferos nos permite estudiar su comportamiento lúdico. Allí al animal su entorno se le revela como un objeto de interacción permanente donde la pura interacción no persigue una finalidad inmediata. El juego, o lo que nosotros llamamos juego podemos pensarlo en los animales como una fase exploratoria y adaptativa individual a las prácticas del grupo. La actividad del animal surge en gran medida de sus disposiciones corporales. De las características de sus huesos, músculos, tendones, articulaciones, órganos sensoriales, dentición, fisiología de sus órganos internos etc. Pero es a través del juego en tanto mecanismo de aprendizaje que el animal desarrolla destrezas en el dominio de su cuerpo e incorpora pautas de interacción cooperativa de su especie. El animal realiza mediciones y ejecuta su acción. A veces obtiene el resultado deseado pero otras veces puede diferir. Un felino puede observar una superficie de destino, realizar mediciones y ejecutar el salto hacia su objetivo y no obstante fallar en el cálculo resultando de esto un acto fallido. En el animal que intenta por aprendizaje o imitación directa efectuar un movimiento y falla, no ha puesto también en movimiento una forma de voluntad? Pero resulta difícil identificarla con la capacidad volitiva tal cual se manifiesta en el ser humano, que asociaremos ineludiblemente a la conciencia y esta a la formación del individuo. Pero así como el ser humano evoluciona y se modifica, con ello también cambia su conciencia y la forma de su voluntad.
La ciencia antropológica remite el surgimiento de una individualidad social al periodo neolítico del ser humano, periodo del cual datarían los primeros enterramientos. Según ciertas perspectivas, los registros de prácticas mortuorias y del culto a los antepasados indicarían la existencia de una conciencia de la temporalidad. La evolución de la capacidad del cerebro para establecer en el plano de las representaciones mentales relaciones lógicas y oposicionales entre el grupo de parientes vivos y fallecidos, habría dado lugar al concepto de límite entre el grupo y sus parientes difuntos. A partir de ello se habría desarrollado el concepto de duración de la vida del grupo. Así, una primera relación elemental entre el grupo A integrado por quienes tienen en común no ser el grupo B, es decir el grupo de vivos que tienen en común no ser su grupo de parientes fallecidos, habría permitido una reflexión continúa en torno a esta relación y esto habría dado lugar a diversas explicaciones. La definición por oposición entre vivos y muertos implicaba una frontera temporal objetiva para la comunidad que necesitaba ser explicada. Debemos retener el concepto de explicación en tanto relación que expone la diferencia entre algo y otra cosa. Como siempre entonces viene al estudio un sistema de relaciones contrastantes. Si el grupo de parientes vivos se definía como vivo en relación a aquellos parientes fallecidos, entonces lo característico del grupo era la vida.
La vida en tanto proceso y por lo tanto portadora de una duración relativa. Esta duración habría sido observada y comprendida como un proceso luego del cual acontecía el fallecimiento del pariente, a partir de lo cual ingresaba a ser pensado bajo el concepto de la muerte. Seguramente a estos primeros grupos les suscitó preguntarse acerca del destino del pariente fallecido. La condición para el fallecimiento era estar vivo y la vida se identificaba con la personalidad del pariente, su actividad mental. Así tempranamente un concepto comenzó a tomar forma mediante relaciones oposicionales. La existencia del estado vivo y muerto implicaba una unidad que hiciera posible esta relación. Si el pariente primero estaba vivo y luego estaba muerto entonces existía una unidad identitaria que hacía posible la relación lógica. Esto habilitaba a reflexionar en torno a la esencia que atravesaba la vida y que tendía un puente con su condición de difunto. Así debió surgir el concepto de una unidad entre los dos estados del pariente vivo y muerto, el alma. La conciencia de la temporalidad aparece, así probablemente como la primera forma de la conciencia individual y de una individualidad que afirma un yo que desarrolla el hombre. El problema de la temporalidad dio entonces lugar a la primera y más antigua preocupación propiamente humana: el problema de su finitud. Esta inquietud proyectó una de las fantasías más antiguas de la humanidad y que cien mil años después aún mantiene pleno vigor: la existencia de un más allá.
Aquí pensamos que la actividad lógica posible a través de la productividad sináptica del cerebro humano, ya presente en mamíferos de otro orden, es en el ser humano entonces el punto de partida para la construcción de relaciones lógicas que definen conceptos y permiten la interacción mental entre estos.
El crecimiento de la actividad social que permite el lenguaje abstracto y la capacidad de representar mentalmente conceptos y por lo tanto generar un universo de representantes simbólicos han dado lugar a la construcción de sociedades humanas donde la información que se transmite es esencialmente conceptual. La progresiva complejización de las relaciones lógicas también posible, mediante la capacidad mnésica del cerebro humano, su memoria de corto y largo plazo, dio lugar a conceptos que tienen en común una misma esencia constructiva.
Bajo el sintagma “aquello existe en relación a todo aquello que no es”, puede pensarse el concepto entonces como un territorio solamente definible por los límites fronterizos entre algo y todo lo demás y avanza hacia relaciones cada vez más complejas. Un grupo no es su entorno natural, un individuo no es su entorno social, una mano no es el resto del cuerpo y así en sucedáneo. El lenguaje que hace posible la comunicación, presente también en mamíferos de otro orden, permitió al ser humano la transmisión de representaciones abstractas y por lo tanto la construcción de redes conceptuales en el plano de la interacción social. La individualidad fue construida como concepto mediante un proceso interrelacional de larga duración en la sociedad humana que aún hoy se encuentra en vías de una mayor complejización.
Gran parte del comportamiento de una persona en su día a día se encuentra automatizado. Desde micromovimientos a formas generales de pensar, tomar decisiones y resolver problemas cotidianos el ser humano transcurre su existencia sin tomar plena consciencia de la misma. Pocas veces el ser humano tiene presente su individualidad al momento de ejecutar una tarea. Porque es necesario cierto ejercicio mental para prestar atención a cada movimiento desplegado y establecer una conexión física con cada grupo muscular y una conexión con cada tarea que se busca llevar a cabo. Si bien aun no hemos podido decodificar los pensamientos en ondas electro químicas los muestreos de imágenes tomográficas del cerebro, así como las resonancias permiten acercarnos a ese propósito. Las primeras conclusiones establecen un vínculo indisoluble entre el pensamiento y el órgano cerebral. Entre la producción hormonal y las tareas mentales, entre la actividad cotidiana y los patrones conductuales automatizados. Parte de la práctica adaptativa implica liberar a la mente de las tareas que se han repetido una y otra vez como la correcta postura para caminar, la forma de mover el cuerpo para servirse un plato de comida, para bañarse, para dormir.
Pero la permanente automatización de estos movimientos implica liberar a la mente de la atención sobre los mismos, lo que significa permitir que el cuerpo actúe por sí mismo. Pero es función del cerebro organizar este patrón de conductas, con lo cual el mismo cerebro que se nos aparece como el resultado consciente de la actividad humana, mantiene un porcentaje elevado de actividad automatizada sobre la cual el ser humano no presta atención. La atención en cambio se dirige a la toma de ciertas decisiones y a la observación específica de cierta información sensorial relevante. La conciencia humana se ha desarrollado mediante un complejo proceso de interrelación entre experiencias y respuestas cerebrales lógico asociativas. Las experiencias cuyos aspectos subjetivos fundamentales se registran en la memoria como recuerdos se reconstruyen al momento de su recuperación y en todo actúan formas neuroquímicas primitivas que definen a las emociones.
Así sensitividad, memoria y emoción construyen ese universo de representaciones abstractas que hacen a la mente y al pensamiento humano. Pero la forma lógica elemental es la identidad contrastante. Mediante una operación mental A se define en oposición a todo el sistema. Así como la comunidad de vivos se define frente a sus antepasados, luego sucesivamente los clanes, las tribus, los reinos, los imperios y los Estados se definen por no ser todo aquello que no son. Pero el razonamiento va más lejos y entiende que si A no es B entonces aquello que necesita A para producir y vivir no puede estar en manos de B y la única forma de que esto ocurra es privando a B del acceso a los medios y recursos productivos que ahora quedan en manos de A en forma excluyente. A lo largo de la Historia el ser humano entabló en función de intereses de grupo y clases sociales relaciones contrastantes y de oposición en la disputa por los recursos naturales y sociales y esta relación de apropiación y exclusión no ha hecho más que crecer. Pero esto ya no tiene por qué continuar siendo así. Porque A, además de no ser B, tiene en común ser ambos parte de un mismo lenguaje y es quizá en la comprensión de esta identidad trascendente que pueden encontrar la llave para el mutuo entendimiento.
Quizás hoy sea más factible que nunca entablar una relación armónica y consciente con el mundo social y natural. La capacidad lógico racional del ser humano se ha elevado hoy al grado de ser capaz de comprender que su identidad como ser humano trasciende lo meramente social para fundirse en la vida biológica del planeta y traspasar hacia la totalidad del universo. Nos estamos quitando los ropajes milenarios de superstición y magia, necesarios en la infancia de la humanidad, para observar y estudiar todo cuanto nos ocurre y rodea. Entendemos que la dominación de los hombres, la opresión de unos sobre otros y la disputa por los recursos no encuentra más fundamento que la codicia y la escasez. El cuestionamiento a la guerra ha aparecido como parte de un proceso más general de singularidades históricas que contrastadas con el pasado no encuentran réplica alguna.
En el siglo que nos precedió aconteció uno de los fenómenos más singulares en la historia de la humanidad. Una generación en pleno le dio la espalda a sus mentores ante el horror que esta generación ocasionó. El horror por los crímenes contra la humanidad que se vivieron en las décadas anteriores, la Segunda Guerra Mundial, Hiroshima y Nagasaki, el Nazismo, el Stalinismo, el Holocausto, impidieron que esta juventud encontrara en el mundo adulto una referencia y se vio impulsada a construir una nueva referencialidad moral. Dio lugar al primer movimiento humano contra la violencia colectiva. El pacifismo aparece como movimiento planetario de rechazo al curso histórico que la sociedad asume y la exigencia de una reflexión en torno a los valores y principios humanos. Esto ocurrió apenas hace medio siglo, que en los tiempos y ritmos de la humanidad se trata de un movimiento plenamente presente en la conciencia de nuestra época.
La capacidad que ha desplegado el hombre para producir hoy alcanza para alimentar a toda la humanidad. Estamos en la mejor de las épocas y en la peor de ellas. Pero de la comprensión de los problemas que enfrenta la humanidad y las formas de su conciencia surgen la perspectiva de una superación. Carl Sagan afirmó que estamos hechos del mismo polvo que las estrellas. Hoy podemos también decir que el ser humano posee tantas neuronas como estrellas existen en el universo por nosotros observable. Tenemos la capacidad única de conectarnos racionalmente con el todo, de comprenderlo y aprender de él. Si evolucionar implica aprender entonces también implica ejercitar la conciencia en la identificación con la alteridad.
Es largo y tortuoso el camino del mono al hombre. La autoconciencia que se revela al final de este recorrido como una posibilidad social latente se presenta a su vez como una necesidad urgente en un mundo donde la ciencia y la técnica han elevado al ser humano a la condición de ser capaz de destruirse a sí mismo y a toda forma de vida planetaria. Aún hoy, que parece primar la tendencia a desarrollar la conciencia del individuo en oposición a la totalidad, se han formado todas las herramientas para una conciencia plena del otro que haga posible un reino de armonía entre los hombres y la naturaleza.
Pero la humanidad camina hacia un precipicio sin saberlo con una venda sobre los ojos. Si queremos legar a nuestra descendencia las insondables riquezas del pensamiento humano, si queremos un porvenir para la vida, entonces la tarea de nuestra época será un salto de fe.