Se despertó sin sueño.  Abrió los ojos en el medio de su cama, en el medio de la noche.

Su marido dormía corrido al borde de la cama.

Las piernas inquietas, el calor de la espalda.

Amalia se levantó sin hacer ruido.   Con las pantuflas blandas y suaves en los pies y sólo el camisón,  recorrió el largo pasillo

que lleva de los cuartos al comedor.

Al pasar despacio, siente más que escucha los sueños de los hijos.  Alguno suspira.

Amalia parpadeó molesta.  Algo en el ojo, en los ojos.

Llegó así, mitad a tientas, hasta la puerta del comedor.   Estiró la mano, y en un parpadeo la abrió y estuvo adentro.

Esa noche, el comedor no era un adentro, era un afuera. 

Desde donde estaba parada, pequeñas olas de mar le mojaron el fieltro suave de las pantuflas que se pusieron frías y molestas.

Era una tarde, o una mañana.

Gritos de pájaros, ¿gaviotas?, ¿albatros?  No recordaba el nombre de otros pájaros de mar.

La mesa del comedor -¿qué diría mi madre?-, dada vuelta por la fuerza del agua, parecía tener desplegado un velamen

completo que flapeaba con el viento.

De pronto hubo viento, parecía que venía de la cocina.  La cocina, y no lavé los platos de la noche anterior.

-Si te levantás, traeme agua-  gritó el marido.

Ni loca, loca por seguir viendo en el medio  del comedor ese espléndido velero  de la mesa dada vuelta.

¿Vuelvo, busco el agua y me duermo?

Las olas insistieron.  El agua salada, dulce, olorosa, llegó hasta sus tobillos.

Amalia dio dos pasos al frente.

El marido: -Che, ¿me escuchás?

Y las olas, el agua hasta las rodillas.

 

El camisón flotó a su alrededor.  El velero –la mesa, mamá, la mesa-  desplegó aún más el palo mayor.  Se acercó de costado.

Amalia se sacó las pantuflas –ya son un asco-, y los pies helados con las cosquillas del agua se rieron.

Me pesa el camisón.

-Amalia, estás sorda, volvé de una vez y traeme agua.

Ella estaba rodeada de agua.  Un agua imposible de llevar, de volver, de traer.  Se sacó el camisón, dio un salto, -perdón,

mamá-, hasta la mesa.

A lo lejos los pájaros invitaron su viaje.  ¿Serían gaviotas o albatros?  Recordó otro nombre, cormorán.

-Amalia, el agua.

Levó el ancla.  Era de cacharros y cacerolas.

El viento de la cocina sopló fuerte, fuerte.

No se despidió.  No hacía falta. Total, se llevó el agua consigo.

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