En estos tiempos de pandemia nos volcamos hacia el imaginario del mundo y nos encontramos con La Peste.
Eterna compañera de la civilización y la cultura humana.
La Plaga de Egipto que enfrenta al Faraón con la muerte de los primogénitos por “la Cólera del dios de los esclavos”.
Esta ira, este dios colérico y celoso de su pueblo y de todos los pueblos, ha inundado con su castigo preferido, la peste,
toda la historia de Occidente hasta la modernidad.
Ese dios y sus religiones monoteístas con su régimen absoluto nos entregaron a la culpa permanente y anticipada.
Esa es Nuestra Peste La que nunca se va, la que nunca se cura.
El cuadro de Brueghel, “El triunfo de la muerte”, nos pone frente imágenes medievales que creemos ya no existen.
Nadie se salva, el rey, la iglesia, el soldado, los que aman.
Los relojes anuncian el fin.
En el cuadro no hay salvación.
Tampoco hay dios.
Nos espera el infierno.
¿Acaso no hay guerra?
¿Acaso no hay hambre?
Inútil las plegarias humanas, la condena es desde el inicio.
La culpa, el dolor, el remordimiento, nos hacen ansiar la muerte, que siempre está agazapada.
Antonin Artaud en “El teatro y su doble” intenta dar cuenta de la fisonomía espiritual de un mal que destruye el organismo, como un dolor en todos los niveles sensibles.
El estado del que muere de peste es idéntico al del actor penetrado por sentimientos que no son su condición verdadera. La acción de teatro y la peste son una puesta en escena.
San Agustín en “La ciudad de Dios” lamenta esa similitud entre la peste y el teatro, que sin matar provoca en el espíritu misteriosas alteraciones.
Ambos, el teatro y la peste son victoriosos y vengativos. Toman imágenes antiguas y las transforman en gestos extremos.
Se redescubren los arquetipos, hay una batalla simbólica, se inicia lo imposible.
Para Úrsula Leguin con la muerte “El equilibrio del mundo se perturba y el peso de la destrucción inclina la balanza”.
Albert Camus recorre todo el trayecto, las ratas, la basura, la peste. Los pacientes devorados por la sed.
En “La Muerte Roja”, Edgard Allan Poe también insiste en que nadie se salva, el país devastado, aun los ilusos encerrados.
El destino es ineludible y retorna eternamente.
Tal vez un día la peste se retire, por cansancio o porque supimos vacunarnos.
Nos quedará el remordimiento que nos comunica con Dios o un triunfalismo desesperado.