Boceta la silueta de un árbol sin copa. Las ramas parecen rayos disecados como las marcas que surcan su gesto silencioso. Una correntada inesperada sacude el monoambiente. Chequea que la puerta esté bien cerrada, los ventanales. A las cortinas las necesita abiertas para que entre buena luz para pintar. Una constelación de polvillo bailotea producto de la sacudida de aire. Se aleja de su futura obra hasta quedar con la espalda pegada a la pared. Achina sus ojos. Niega con la cabeza. Toma el pomo que contiene color marrón y lo hecha sobre la paleta encima de la montañita verde. Mezcla. Se pasa las manos por el escote. Mira hacia abajo a través de la ventana. Un hormiguero de autos. Vuelve a la paleta. La mezcla no parece convencerla. La revuelve hasta el mareo. Se escucha un lejano crepitar de chapas. Bocinas. Gritos. Abre una de las ventanas y observa el choque.

 

 

Una camioneta y una moto. La moto es una pira. La camioneta, una parrilla humeante. Escándalo de ambulancias. Se frota el pecho. Deja el ventanal abierto por solidaridad y vuelve a la pintura. Le echa más marrón a la mezcla. Las bocinas abajo son una serpiente. Unta el pincel y luego salpica trazos a lo Francis Bacon, sobre el esbozo de tronco yermo. Contempla las nuevas estrías en la tela ladeando apenas la cabeza. Le llega olor a gasoil a las narinas. Va hacia el cajón de la kitchenette y enciende un palo santo que coloca sobre el plato de un juego de tazas. Se asoma otra vez. Un transeúnte cubre la cabeza del motociclista con un papel de diario que al segundo se vuela y deja expuesto el casco muerto. Los brazos del chico del delivery apuntan para cualquier lado.

 

 

Una orgía de sirenas. Bomberos, policías y otra ambulancia que aletean, locos en el lugar. Va en busca del pomo rojo, se dirige al baño y vacía la pintura en el inodoro. Presiona la cadena. Observa el remolino sanguinolento. Se mira en el espejo, se abre la camisa, se acaricia con las uñas el rash en su piel y recuerda que la trombosis nunca le impidió crear. Extraña indisponerse. Los síntomas premenstruales la ponían proactiva y hambrienta. Se mira sus huesudos brazos mientras se lava las manos enguantadas de colores. El ruido en el afuera desapareció. Solo queda una borrón oscuro sobre el asfalto acordonado por una cinta de prohibido pasar. Asoma medio cuerpo y exagerando todo el zoom de su celular, le toma una foto a la mancha. La agranda en la pantalla hasta que la sangre se vuelve pixel. Se coloca sus lentes. Vuelve a intentar con el marrón y el verde.  Frunce la nariz.  Arroja el celular sobre el sillón. Descorre las cortinas. La luz en el lugar no se apaga pero se entibia. El cuadro parece un fantasma.

 

 

Toma el lienzo con las dos manos y alzando una rodilla, le clava un tacazo desvirgando la tela de lado a lado y casi perdiendo el equilibrio en esa acción o perdiéndolo. Enciende la música que estaba pausada en su computadora, suena “Lágrimas negras” de Bebo Valdez. Se sienta en el sillón y contempla con paciencia el atril desnudo mientras la brasa del palo santo comienza un lento fade dejando arandelas de humo perfumado en el aire.

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