La laicidad es una característica de las democracias modernas libertarias, no implica en modo alguno ni relativismo en el sentido reductivo negativo ni neutralidad absoluta frente a los valores, al contrario es un criterio guía de selección de valores jurídico-sociales a los que se arriba por el argumento de la razón, según el logos.

La interferencia de conceptos religiosos en las leyes y en la administración de justicia en la Argentina, a pesar de tener un Estado aconfesional, perpetúa una cultura patriarcal cuya obsolescencia ya ha dado evidentes signos de descomposición.  El pensamiento androcéntrico,  la  objetivización y regimentación del cuerpo de la mujer ha derivado en graves alcances legislativos en todo el mundo.    Leer más sobre perspectiva de género…

El principio supremo del ordenamiento no implica la indiferencia del Estado frente a las religiones sino por el contrario,  comporta la garantía  del Estado por la salvaguarda de la libertad de religión en un régimen de absoluto pluralismo confesional y cultural.

Actualmente, transitamos tiempos históricos caracterizados por grandes migraciones y transformaciones socio culturales a nivel global y es precisamente el fenómeno de esas diferentes étnias y culturas consteladas  que conviven e interactúan en un mismo territorio lo que conlleva, más que nunca, a la afirmación de que todo Estado democrático debe ineludiblemente ser concebido como un pluralismo ideológico que debe estar dotado de un andamiaje jurídico que garantice el libre goce no solo de los derechos civiles y políticos sino también de los derechos económicos, sociales y culturales -DESC- consagrados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos.   

 

 

El concepto de laicidad deberá ser entendido como la condición sine qua non de toda legitimación del derecho positivo vigente en una comunidad.  En especial, las leyes punitivas como canon político-criminal deben estar indemnes de toda traza de paternalismo y de moralismo, interrogándose sobre los principios de la laicidad como auxilio interpretativo.

Laico (lego, lega) es un vocablo que proviene del latín laicus, y éste del griego laikós  derivado de laos: pueblo, que pertenece a la clase del pueblo, no ordenado, no eclesiástico [1].  El Derecho Canónico indica como laica a la persona cristiana que no es clérigo y no sigue la vida consagrada.    Para el Diccionario de la Real Academia Española,  -DRAE-, en cambio,  laico es la cualidad de independiente de cualquier organización o confesión religiosa.  Tal adjetivo puede aplicarse a la educación, al Estado, etc.
El  Laicismo, siempre según el DRAE, es una doctrina que defiende la independencia del hombre,  la sociedad y el Estado respecto de cualquier organización o confesión religiosa [2].
La Laicidad es el principio performativo de las relaciones del Estado con las confesiones religiosas que garantiza un ámbito de separación y mutuo respeto entre  los planos y las esferas de actuación propios  de los poderes públicos y los de las iglesias y confesiones [3].

Resulta claro que nos estamos refiriendo en el caso de “laico” a un atributo; a una línea de pensamiento en el caso de “laicismo”;  y a un sustantivo connotativo, “laicidad”.  Pero en todos los casos, hoy en día, y dejando aparte el Derecho Canónico,  aplicado a las políticas públicas, nos estamos refiriendo a la separación ontológica y organizativa de los estados nacionales de todo tipo de organización clerical.

En la antigüedad las organizaciones comunitarias en la mayoría de los casos reconocían al chamán o sacerdote como la guía del pueblo y la última ratio en la toma de decisiones graves a través de consultas realizadas por los jefes máximos. El Tibet, antes de que fuera invadido y anexado por China en 1956,  era un estado monástico donde el Dalai Lama, jefe del estado era a la vez el líder  espiritual.  Del mismo  modo podemos citar al Estado Vaticano, donde el poder temporal y el espiritual están en cabeza de la misma persona, como asimismo sucede con la teocracia de Irán que ya ha cumplido 40 años.   Esa comunión de “estado-religión | estado-iglesia” ha ido sufriendo diferentes mutaciones,  a lo largo de la historia, en cada caso y lugar con sus características peculiares.

 

La separación entre delito, religión, ética y moral – conflicto entre normas pertenecientes a estratos diferentes

 

El problema de la coexistencia de la ley divina  –diké- y la ley del hombre –nómos- ya se había planteado en la antigua Grecia, donde en épocas arcaicas, conforme Hesíodo,  se cumplía con la segunda sólo cuando se observaba la primera. Pero el  conflicto filosófico entre ambas ya se había manifestado en épocas de Sófocles quien lo plasmó en una de sus obras máximas,  “Antígona”, donde la tensión entre ambos planos llegó a un punto irreconciliable y desató la tragedia.   Para L. Pinkler “… Antígona es la respuesta de Sófocles al espíritu de la época, encarnado en la nuevas ideas del humanismo laicista,  tan influyentes en  el círculo de Pericles.   Por primera vez aparece en la historia la creencia en un progreso autónomo del ser humano, el espíritu “prometeico” de la tekné” (la técnica).[4]

 

 

El tratamiento de esta contraposición entre ley divina y ley del hombre, fue profundamente analizado en Occidente en el S. XX por unos de los padres del derecho moderno,  Hans Kelsen [5] en su Teoría Pura del Derecho,  donde su tesis niega la negación del principio  de conexión entre moral y derecho,  al decir  que el “derecho no es el pariente pobre de otras disciplinas”, sino que es una categoría lógica de las ciencias sociales normativas, adjudicándole un carácter antimetafísico. Toda norma, explica, es la expresión de un valor, la norma moral –o religiosa- de un valor moral o religioso,  pero la norma jurídica es la expresión de un valor jurídico y tiene un carácter objetivista y universalista.  Por lo tanto, legitimar el derecho coercitivo sobre una ley moral, derivaría en lo que Kelsen llama la doctrina del Estado ético, que basa la norma en valores extraños al marco jurídico. Contrariamente, sostiene Kelsen,  el Estado es garante del buen sistema democrático cuando admite todas las líneas de pensamiento, y donde los diversos sistemas axiológicos aceptan sus diferencias recíprocas.

Este estado moderno está llamado a proveer las condiciones necesarias para garantizar la expresión y coexistencia de las diversas ideologías que caracterizan la vida civil de la sociedad moderna, el principio de laicidad es connotativo del principio de isonomía, igualdad ante la ley.   Se trata de un escenario de libre pensamiento, respeto recíproco y tolerancia que el estado moderno secularizado debe preservar.

Debemos aclarar que el estado laico en modo alguno regimenta  la verdad sino que, muy por el contrario, busca  abrazar y acoger en su interior todas las verdades posibles, asume un rol de garante de una óptica de neutralidad activa como correlato de la laicidad positiva, lo cual no significa una anarquía de valores  que no pueda establecer  una jerarquía de prioridades.  Así al no existir verdades absolutas e inmutables las ideas que provienen de todos los componentes sociales deber ser continuamente actualizadas, desafiadas y repensadas.

 

 

Este concepto de neutralidad activa conlleva, en atención al principio pluralista,  la obligación de impedir afirmaciones definitivas en instancias ideológico-políticas que tengan como marco programático la exclusión de otras instancias emergentes en la comunidad. El Estado laico no puede resolver los conflictos axiológicos con la represión del pluralismo de ideas en nombre de una ideología única y absoluta.

De ahí que la libertad de conciencia,  uno de los derechos primordiales del  ser humano,   deba ser garantizada a través de la protección de toda injerencia de instituciones religiosas en la administración de la cosa pública.   Esto incluye la educación y la salud pública.

Es menester aclarar que el laicismo no es un ateísmo, ni un anticlericalismo,  muy por el contrario, el respeto de la libertad de conciencia impone al Estado como realidad política y social, una actitud prescindente, emancipada de todo favoritismo hacia un credo por sobre otro y, como contraparte, ese mismo respeto lo inhibe de toda proscripción o persecución religiosa.  El filósofo francés André Compte-Sponville expresa esta idea muy claramente: «El laicismo (…) es, indisociablemente, lo contrario del clericalismo (que querría someter el Estado a la Iglesia) y del totalitarismo (que pretendería someter las Iglesias al Estado)».[6]

 

 

Un Estado laico no es subalterno de ningún poder ni institución religiosa,  no posee una religión de estado ni una moral basada en argumentos teológicos ni metafísicos.

En un Estado existe una absoluta autonomía del ordenamiento jurídico del ámbito ético-religioso. La laicidad es principio supremo del ordenamiento.

El Estado laico tutela y garantiza la libertad y el pluralismo para todas la confesiones. No existe injerencia del poder civil sobre el religioso. Las cuestiones de la administración secular estás separadas de las distintas confesiones religiosas.

El Estado laico no propugna ni sostiene ningún culto en particular sino que es imparcial respecto de las diferentes religiones e ideologías presentes en su territorio y garantiza la igualdad jurídica de sus habitantes, sin discriminar por cuestiones de sexo, género, religión, etnia, nacionalidad,  pensamiento, ni por ninguna otra causa o razón.

La cultura laicista es feminista porque respeta  la voluntad y libertad de conciencia de la mujer,  rechaza cualquier imposición paternalista o totalitaria,  es integradora e igualitaria porque escinde el derecho positivo del dogma religioso.  En una sociedad laica cada individuo o tradición religiosa es libre de expresar sus ideas pero no está libre del debate público.  Laico es quien no es dogmático, es quien está dispuesto a escuchar a los demás, en especial a quienes piensan diferente, porque el laicismo es tolerancia y respeto.

El enfoque jurídico-institucional clásico de «relaciones Iglesia-Estado», ha sido ampliamente superado por las sociedades multiculturales, por ello el desafío consiste en repensar la sociedad como un campo de interacción de sujetos heterodoxos.   La sociedad dogmática es un oscurantismo.

 

 

El laicismo propugna la consagración y la aplicación real y efectiva de los principios republicanos y libertarios que subyacen en las bases mismas de las democracias modernas.

En el mundo aún hay mucho que recorrer, especialmente en la Argentina,  donde por un lado la Constitución consagra un Estado no confesional y en apariencia existe un triunfo del racionalismo, sin embargo la legislación aún padece una marcada endeblez  al persistir en su seno trazas de clericalismo.

La laicidad defiende la independencia de las personas y de la sociedad en su conjunto  frente a la pretensión hegemónica de los dogmas, sin embargo de ellos  no se han desembarazado del todo las democracias plurivalentes.  Carl Schmitt, uno de los pensadores más críticos de la modernidad, sostiene que los principales conceptos de la teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados.  Podemos afirmar que la secularización es un proceso, por cierto heterogéneo,  que  precede y está orientado hacia la laicidad como atributo político, pero que todavía no ha permeado por igual a todo el entramado social.  Porque no basta una constitución nacional laica,  ella es condición necesaria sí,  pero no suficiente. Para avanzar hacia la laicidad  las personas deben  comprender el cambio de paradigma, donde se deben reconciliar en una sociedad postsecularizada la mentalidad científica y las confesiones religiosas, enmarcadas en tolerancia y el respeto mutuos.

Hoy en los Estados modernos, bajo la apariencia formal de la laicidad, aún persisten núcleos dogmáticos sustentados en prejuicios oscurantistas y pensamientos totalitarios,  por eso en este contexto  resultan apropiadas las visionarias palabras de Hegel: Cabe sin embargo preguntar si la razón triunfadora no experimentó aquel destino que suele acompañar a las fuerzas vencedoras de las naciones bárbaras frente a la debilidad subyugada de las naciones cultas: mantener la supremacía externa, pero verse sometida en espíritu a los vencidos” (7).

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[1] Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, Pedro Felipe Monlali, Ed. El Ateneo. Bs. As. 1941.

[2] En el mismo sentido el Diccionario del Uso del Español de María Moliner.

[3] RAE,  Diccionario del Español Jurídico.

[4] Leandro Pínkler, El problema de la Ley en la “Antígona” de Sófocles. Universidad de Navarra, Revista – Persona y Derecho – Vol. 39 (1998)

[5] Aut. Cit. “Teoría Pura del Derecho”, Cap. II, Moral y Derecho.  Eudeba, Buenos Aires, 1960.

[6] Aut. cit.  Diccionario Filosófico, Ed. Paidós.

[7]  Georg Wilhelm Friedrich Hegel, “Creer y saber”, Introducción, Ed. Norma, Bogotá 1992